Candelabrum Metal Fest IV | El festival que México necesitaba

Septiembre 18, 2025

Bajo un techo que vibraba con luces, riffs, sudor y hermandad metálica, la cuarta edición del Candelabrum Metal Fest no sólo se considera un festival. Es una fiesta, una celebración. Una comunión de almas unidas por el metal en su sentido más puro. Este año, el evento reafirmó que en México se puede forjar tradición en medio del caos, que hay un público voraz por autenticidad y buena organización, y que el metal —con su crudeza y pasión— sigue siendo un refugio para los que buscan algo más que música.

La antesala llegó el 5 de septiembre en Red Mosquito Live, un espacio íntimo donde la pre-fiesta oficial encendió la mecha. Mortuary, Mourners Lament, GRÁ, Piquerism, Thy Mist, Milbuitres y Devouring Demons calentaron el ambiente con un rugido que anticipaba lo que vendría. El aire olía a cerveza, cuero y expectativa; cada acorde era un aviso:

El 6 y 7 de septiembre, la Velaría de la Feria se convirtió en un coliseo sonoro. No era sólo un público asistiendo, sino una tribu participando. Los moshpits estallaron desde temprano, los cuerpos chocaban como olas en tormenta, y el sonido —pese a los retos de un recinto cerrado— resonó con claridad brutal. Las llamaradas provocaron un ambiente extremo con creces.

El cartel fue un mosaico de contrastes. Zemial y A Canorous Quintet desataron la furia del black y el death con una intensidad que cortaba el aire; Hällas llevó al público a un viaje psicodélico, como un sueño nórdico tejido con riffs. Eclipse ofreció un respiro melódico, un momento para cantar con los puños al cielo. Luego, el thrash irrumpió con Morbid Saint, Onslaught y Necrot, cada riff como un latigazo, cada coro una declaración de guerra. Y en los momentos más oscuros, The 3rd and the Mortal y Agalloch envolvieron a la audiencia en atmósferas densas, donde el silencio entre notas era tan poderoso como el estruendo.

No todo fue brutalidad. Hubo espacio para la melancolía, la introspección y la hermandad. Este equilibrio dio al festival una narrativa viva, más allá de la pura descarga de adrenalina.

Las bandas mexicanas no fueron un relleno, sino un pilar que sostuvo al festival en su doble jornada. Su presencia fue un recordatorio de que el metal mexicano tiene garra y corazón.

La exposición del artista Néstor Avalos pintó un trasfondo visual, mientras que las acciones sociales —Brigada Canica y Alucca— mostraron que el metal también abraza causas humanas.

El sonido, las luces y la logística cumplieron, con pequeños tropiezos propios de un evento masivo, pero poco perceptibles y que no afectaron el correcto desarrollo de los actos. La Velaría no sólo protegió del clima, sino que creó un capullo donde la experiencia se sintió inmersiva y cercana.

Obituary clausuró como titanes. Cada riff era un martillo, cada grito un llamado a la resistencia. Los pies dolían, las gargantas ardían, pero cuando el bajo retumbó, el lugar explotó en un caos glorioso. Fue el broche perfecto: un recordatorio de que el metal no negocia, no se rinde, no olvida.

Cuando las luces se apagaron y el eco de los amplificadores se desvaneció, el Candelabrum dejó una certeza: este festival ya no es sólo un evento, es una identidad. En León no se vino a ver bandas; se vino a ser parte de una comunidad que respira música, que celebra su crudeza y su calor humano.

Si setuviera que pintar esta edición, sería con rojo incandescente. El rojo de las luces que bañaban el escenario, de la sangre que late en los riffs, del calor de los cuerpos en el moshpit. Un rojo que no quema, sino que convoca, une y prende hogueras en el pecho. Ese color quedó tatuado en León, en las gargantas roncas, en las cuerdas rotas, en las sonrisas exhaustas.

Se puede discutir, y en gustos se rompen géneros, pero -hoy por hoy-, estamos ante el mejor festival de metal de México.

Fotos y video por HugoEmeCe

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